¿Volver a casa? ¿Por qué? Allí, en la no tan lejana España, esperaban su regreso. Creían fervientemente que era un capricho temporal, una tontería de una joven adulta que acabaría por entrar en razón. Después de todo, con el divorcio de los padres y el mal entendimiento con sus hermanos, era cuestión de tiempo que echara a volar.
Sacudió la cabeza y dejó que el gigante de las profundidades la arrastrara con él hasta su ya tan obvio destino.
¿Irse a Francia? ¿a Bélgica? Otro lugar, otras personas que la escucharían y la comprenderían. Aquí, en esta capital mundial, únicamente circulaban sementales en busca de presas fáciles de unas noches sin futuros contactos. Estaba cansada de eso. Estaba cansada de todo.
—Me siento perdida.
—Ya lo creo que lo estás.
Desde el fondo de la vagoneta, un joven erguido la miraba con unos ojos color escarlata. No fue hasta ese momento cuando se percató de que, aparte de ellos dos, el transporte había sido vaciado por arte de magia o, más bien, como si la tierra se hubiese tragado a todos los pasajeros.
—¿Qué está pasando?
El joven misterioso se acercó en silencio hasta situarse a su izquierda. Alto, piel ligeramente bronceada, habría simulado ser humano de no ser por esos iris que quemaban.
—He aquí el metro de las almas perdidas. No se detendrá, no parará, hasta que pongas algo de orden en tus ideas.
—Quiero bajar.
—Y yo un aumento de salario —le respondió con una sonrisa maliciosa—. Ponte cómoda. Me da que esto va para largo.
La chica se giró de bruces hacia él.
—¡Te he dicho que quiero…!
Nadie. El joven había desaparecido. Alrededor de ella, el decorado pasaba a alta velocidad sin nuestra protagonista ser capaz de discernir detalle alguno. Si abría una puerta ahora, la que fuera, si acaso fuera posible, se mataría en la caída. Tenía que haber otra solución.
Pensó inmediatamente en el maquinista. Aun así, por más que quisiese haberle cantado las cuarenta para que parase el endemoniado vehículo y liberarse, no le quedó otra que aguantarse las ganas ante una puerta cerrada, sin rastro de actividad humana al otro lado.
—¿Hola? ¡Ayuda!
Nada. Terminó por sentarse en una de las banquetas, exhausta y asustada.
¿Qué iba a ser de ella ahora? ¿Se quedaría encerrada de por vida? ¿Quién notaría su desaparición? ¿La buscarían?
Escondió la cabeza entre sus manos. Allí, las primeras lágrimas brotaron. ¿Por qué? ¿Por qué a ella? Era buena persona. Ayudaba a los demás. Pero ahí estaba, encerrada, al igual que el peor de los convictos. De todas maneras, de llegar a salir, lo que la esperaba no era tan alentador. Un trabajo de mierda, un piso compartido con gente a quien no le importaba, la compra que hacer, las justificaciones a su padre que dar…
—Estoy cansada.
—No, no lo estás.
Sentado junto a ella, el joven esperaba con los brazos y piernas cruzadas. Ni que hubiese estado allí todo el tiempo.
—Cansada es haber luchado toda una vida para poder salir adelante. Luchar por alguien, luchar por algo… No lloriquear ante la primera dificultad que se plante ante nosotros.
—¿Y tú qué sabrás? —le preguntó con veneno en una voz aún llorona.
—Bastante, la verdad.
El joven misterioso se levantó.
—Llevo de encargado de esta línea desde hace años y, antes de eso, trabajaba en embarcaciones en el puerto de Barcelona. Ni te imaginas la de gente que he visto pasar.
La joven lo estudió detenidamente.
—¿Qué eres tú?
—Lo que soy no importa. En cambio, tú, sí. —Se arrodilló junto a ella—. Viniste aquí, a esta ciudad, con un propósito. ¿Cuál era?
La muchacha se frotó los ojos, indiferente al maquillaje ya de por sí estropeado.
—No lo sé.
—Sí que lo sabes. —Le tocó la rodilla—. Piensa.
Y pensó.
—No quería estar en mi casa.
—¿Por qué?
—¡Porqué no me sentía cómoda allí! —añadió ella sin miedo a gritar. —Me sentía atada. Todo era para el beneficio de los demás, de mis hermanos… No me gustaba la gente. No me gustaba el ambiente.
—¿Y huir es la mejor solución?
¿Huir?
—No he huíd…
—Sí que lo has hecho. Como de los trabajos que empiezas y en los que te rindes nada más comenzar. Huyes de las relaciones que parecen serias para hundirte en las de poca monta y de fácil escapada. Huyes de ti misma y eso, tu cuerpo, lo nota. ¿Acaso no te lo dicen esos dolores de estómago que nunca se callan? ¿Acaso no te lo repite tu padre al teléfono cuando solo espera que su hija se estabilice y deje de saltar de agujero en agujero? ¡Deja de huir y hazle frente a tus miedos!
Intentó defenderse.
—Pero…
—¿Pero qué? ¿Es que no estás harta de salir lastimada? ¿Por qué viniste a Londres? ¿Por qué aquí y no en otro lugar?
—¡Porqué aquí podía ser libre!
La velocidad del transporte fue disminuyendo progresivamente. En el rostro del joven se vislumbraba la misma sonrisa maliciosa que minutos antes.
—¿Ves? No era tan difícil. Elegiste Londres porque querías conocer a personas de diferentes nacionalidades y culturas, envolverte con ellas. Trabajas en lo que trabajas para pagarte en un futuro tu carrera de periodismo sin depender de nadie. Elegiste estos compañeros de piso porque no metían las narices en tus asuntos, al contrario de anteriores malas experiencias. Tuviste un novio excesivamente celoso, por lo que ahora no quieres rendirte a los pies del primero de turno.
Tomó una breve pausa.
Esto, todo esto, no es más que el inicio de un gran futuro. El inicio de lo que tú entiendes por libertad. Elegiste este camino porque piensas mejor sin que alguien te estrese detrás. Y, admítelo, siempre tienes a alguien para ir a tomar unas copas contigo cuando lo necesitas. ¿No es así?
—Sí… —respondió en un susurro.
—No pierdas de vista tu objetivo. No transformes tu sueño en una pesadilla.
El metro se detuvo. Aquel que tan imponente había parecido en un inicio prosiguió con una voz cálida y alentadora.
—Ahora sal allí y cómete el mundo. Poco a poco, pero a paso seguro.
Las puertas se abrieron. En un pestañeo, el compartimento que tan vacío pareció haber estado se llenó de extraños de diferentes procedencias.
Todavía impactada, nuestra protagonista tuvo que reaccionar a tiempo antes del cierre automático y pasarse de parada.
A salvo en el andén, miró hacia atrás y comprobó cómo el monstruo de acero volvía a las profundidades de los túneles. ¿Un sueño? ¿Tan real? Fuese lo que fuese, la había espabilado lo suficiente para retomar las riendas de su vida.
Su libertad dependía de ella y no había ni un minuto que perder.