domingo, 29 de julio de 2018

Para Karupin: El mar en una botella

Para Karupin: El mar en una botella


Ajeno al ajetreo de la ciudad, el canto del vaivén de las olas empezó a hacerse paso por las filas del auditorio. Ella apareció poco después, iluminada por un foco blanco que haría brillar con mil estrellas las botellas de diferentes tamaños repartidas por el escenario. Un decorado especial en un lugar inusual… 

Esperó un minuto y, con la mejor de sus sonrisas, se dirigió por primera vez a un público intrigado. 

—Soy Mónica… y me encanta el mar. 

Una ronda de aplausos le dio la bienvenida. La oradora aprovechó el momento para iniciar una serie de diapositivas que sería proyectada a sus espaldas en una pantalla que, hasta el último instante, había permanecido congelada. La imagen de una orilla de arena fina bajo un sol de mediodía quedaría expuesta para todos los allí presentes con el título de la conferencia. Sin embargo, ella no le daría mucha más importancia y seguiría adelante con su presentación. 

—Ir a la playa, disfrutar de la brisa del mar, de las conchas escondidas que uno acaba buscando como un arqueólogo… o por puro aburrimiento mientras espera a que los niños salgan del agua… Las quemaduras…—Osciló la cabeza de un lado a otro mientras pensaba en otros ejemplos—. Los y las turistas… La cervecita con los colegas… El maldito balón de voleibol… 

Un par de risas acordes con este inicio de monólogo se hicieron escuchar. Mónica ensanchó la sonrisa. 

—En fin… Sea por el motivo que sea, el mar, o estar cerca de él, ha sido siempre lo que ha marcado, y seguirá marcando, mi existencia. Mi mascota ideal es el cachalote… 

Otras risas. Un nuevo silencio. La seriedad se impuso. 

—Pero me temo que no estamos aquí para hablar de viajes en crucero, ¿me equivoco? Si no para saber por qué alguien como yo, tan delicada como una muñeca de porcelana, arriesga su vida cuando quiere darle un capricho a estos ojos que no se cansan de ver el gran azul… —Bajó la voz para que su explicación pareciese un susurro—. Para los que no lo sepáis o no os hayan chivado ya de qué va todo esto, os daré una pequeña pista… 

Se acercó más al público y se puso de cuclillas. 

—Tengo osteogénesis imperfecta. Es… lo mismo que alguien que tiene caspa o acné. Una cosita sin importancia. 

Se enderezó para poder cambiar de diapositiva. En esta ocasión, sin tanto color con el que impresionar a los observadores, expuso la peculiaridad de su condición física. 

—Debajo de este cuerpo que enamora corazones existen huesos más frágiles que el cristal. Un paso en falso, una respiración demasiado profunda o un movimiento brusco pueden serme fatales. Creo que incluso me quedaría corta diciendo que me habré roto un total de… doscientas veces alguna que otra parte del esqueleto… Vamos, lo suficiente para recrear un mosaico entero con mi anatomía. Aun así… —Agachó un brazo para recoger del suelo uno de los envases de vidrio a su alcance. — Eso no me ha detenido. 

Con un movimiento controlado, apartó el mechón rebelde que había decidido escaparse por su frente. Dejada atrás la introducción, era hora de embarcarse por el gran viaje de sus experiencias y anécdotas. 

—Cuando era más pequeña… no me atrevía a salir de casa. No iba a los cumpleaños. No hacía fiestas de pijamas por miedo a que me cayese o que alguien me golpease sin querer. Para la edad que tenía, ya sabía demasiado bien lo que era tener miedo. Un miedo… a estar anclada a una cama, una silla de ruedas durante una temporada indefinida. Era… igual que estar pendiente de la lluvia cuando aún no han llegado los nubarrones. 

Agitó ligeramente el recipiente entre sus manos mientras una nueva foto reemplazaba la breve definición predecesora. En este caso, una habitación, repleta de decoraciones marinas, ilustraría la continuación del relato en cuestión. 

—El miedo llegó a adentrarse tanto en mí que dejé incluso de salir de mi habitación. Ni los esfuerzos de mis padres, muy protectores y cariñosos, ni las insistencias de mi hermano mayor, habían conseguido que lo que sentía en mi interior se desvaneciese. Lo que dirían los demás… El cómo reaccionarían mis pocos amigos al enterarse de que mi crecimiento iba a detenerse… Me sentía encerrada, atrapada en una cárcel de cristal como un pez en una pecera. 

Con ello, Mónica realzó con la mano libre la clara diferencia de tamaño entre un adulto normal y su reducida estatura. Negó con la cabeza para que el ambiente no decayese. En su rostro, más juvenil que el de la media, se reflejaba la madurez de mente. Sabía de qué hablaba y cómo lo hacía. 

Señaló el fondo de la fotografía. 

—Esta era mi habitación y, si os fijáis bien, podréis distinguir que, contra la pared, mis padres instalaron un acuario precioso. Irónico, ¿no os parece? Aunque, dicho rápido y mal, dado que no era recomendable tener una mascota estilo perro, o gato, rondando por nuestro apartamento… ¿Qué mejor que pececitos de colores? —Se quedó pensativa unos segundos—. A lo mejor mi amor por el mar viene de allí… 

Recolocó por segunda vez el mechón rebelde detrás de su oído derecho. 

—Me encantaba verlos nadar. Me subía, con mucho cuidado, a una silla y les daba de comer. Era reconfortante, así como divertido, pintarlos, llenar mis paredes de imitaciones que aún guardo en un álbum de recuerdos. Me hacían sentir útil, creativa hasta el punto de querer convertirme en artista. Eso o entrenadora de delfines. Lo de ser princesa no era lo mío. 

Ni el sueño de otras muchas personas allí sentadas por lo que pudo comprobar al ser consciente del grado de aceptación de su último planteamiento. Eso la animó a seguir con más energía, dispuesta a revelar las curiosidades de un día a día que, para muchos, seguían siendo un tema tabú. Sentía que podía hacerlo. 

—No obstante, el miedo seguía interponiéndose entre mis aspiraciones y yo. Estaba claro qué conllevaría ser entrenadora de delfines, los riesgos que tendría que asumir. Por otro lado, ser artista, salir a la calle para mostrar mis obras por más que, hoy en día, todo pueda hacerse mediante Internet… Cuanto más dibujaba y más me informaba acerca de las criaturas que poblaban el maravilloso mundo de los océanos… más triste me ponía. Salir de mi burbuja… Era imposible. 

La oradora decidió calmarse un poco antes de proseguir. Quería que su mensaje fuera positivo, por lo que tenía que mantenerse serena. Nada de lágrimas. Solo sonrisas. El pasado era el pasado. 

—Fue cuando mi madre tomó una decisión —afirmó entonces con orgullo—. De la noche a la mañana, y sin yo estar enterada de sus planes malévolos, decidió ir dejando, con intervalos regulares, botellas parecidas a esta delante de la puerta de mi cuarto. 

Levantó el objeto para que todos, los del fondo de la sala inclusive, pudiesen contemplar aquello que respaldaría su explicación. 

—No capté la idea a la primera. ¿Era… algún tipo de broma? ¿Alguna excusa barata para que saliese a tirar dicha botella al contenedor verde que estaba a la vuelta de la esquina? Y ese olor tan peculiar… Olor a… mar… —Se movió hasta quedarse de perfil para señalar el resto de la tarima donde se encontraba—. Os invito a que subáis aquí y lo experimentéis por vosotros mismos. Coged la botella que queráis. Estáis en vuestra casa. Ahora bien, por favor… No os las bebáis. Los de urgencias ya me han echado la bronca. 

Tuvo que detenerse para respirar con tranquilidad y no dejarse llevar por la euforia. Por más que disfrutase con el deleite de los que la escuchaban, no tenía que perder el hilo de su presentación. Prefirió para ello recordar aquella tarde de verdades, cuando, a su lado, tumbadas cara a cara sobre aquella cama, su madre le reveló el gran secreto de sus acciones. 

—Me dijo… que yo era para ella la viva representación del mar. Era el rasgo tumultuoso de los remolinos acuosos de los atardeceres de tormenta… la calma, la belleza del agua que refleja las tonalidades del amanecer. Imaginativa, con más ideas que las pompas que componen la espuma que decora las olas al igual que el encaje en una prenda… Me dijo que viajar por el mar era un camino peligroso, lleno de misterios… algunos más agradables que otros… pero que también era una manera de llegar a nuevos horizontes… y vivir la experiencia… en vez de soñarla. 

Cerró los ojos para rememorar las caricias de su progenitora sobre sus mejillas. Nunca olvidaría la sensación de aquellos dedos peinando su cabello. 

Enfocó al público pendiente de sus frases. 

—Me aseguró que seguiría dejando una botella tras otra hasta que decidiese subirme a su coche para ir juntas a la playa, fuera de noche o de madrugada. Estaba cansada de verme exiliada del mundo real… verme ser el mar en una botella. No era mi lugar, independientemente del cristal del que estuviese compuesta. Tenía que luchar. Tenía que seguir adelante… 

Se quedó callada un segundo. 

—Y lo acabé haciendo. 

La imagen de una niña vestida de arriba abajo de manera similar a la de un alpinista en una playa solitaria, abierta de brazos y piernas sobre la arena, cambió no solo la iluminación del espacio compartido, sino, a la par, la expresión de muchos rostros repartidos por diferentes asientos. 

—¿Os sabéis la leyenda de la chica estrella de mar? Pues… era yo. 

La poca seriedad de la fotografía no impidió que la conferenciante se riese. Era un recuerdo feliz. 

—Hacía un frío de narices. Mirad si me acuerdo. Ni se nos habría ocurrido mojarnos los pies. Es lo que suele pasar con los que vivimos, solíamos vivir, en un pueblo o ciudad costera. No hay quien nos meta en el agua en invierno. Eso se lo dejamos a los más intrépidos. 

Unas cuantas diapositivas se encadenaron a continuación. 

—A partir de aquella tarde dejé de esconderme. No de golpe, queda claro. El cambio fue lento, pero satisfactorio. Recuperé mis amistades, me concentré en los estudios… Me especialicé en biología marina, como era de prever… Todo relacionado con el mar… 

Una tras otra iban apareciendo secuencias del recorrido de aquella aventurera un tanto especial. Ya no tenía miedo a enseñarlas. Justo lo contrario. 

—Mi fiesta cuando cumplí los quince… Mi primer beso… En fin… Porque no me está permitido, que, si pudiese, construiría mi futura casa en aquella cala de la que estoy más que embobada. Todo cerca o sobre el mar… 

Apagó el proyector y dejó la botella delante de sus piernas. 

—Sé… que la vida es dura, para algunos más que para otros. Vivimos en una era en la que nuestro ritmo alcanza, en ciertas ocasiones, picos frenéticos. Estamos constantemente bajo tensión. Tenemos que hacer frente a un montón de contrariedades o dificultades añadidas. Las burlas… El racismo… La discriminación de género o, peor aún, ser víctimas de algún tipo de acoso, guerra, injusticia… Lo que sea que provoque que, una parte de nosotros, no quiera seguir adelante. —La coleta de pelo oscuro se agitó al dar una nueva negativa—. No os deis por vencidos. Seguid luchando. Vale la pena. Os lo aseguro. 

Pegó una pequeña patada al envase ante ella. Este rodó hacia un lateral hasta detenerse junto a otro. 

—¿Lo veis? Puede que esté hecho de cristal o vidrio, mas no se ha roto. Vosotros… sois más resistentes que mis huesos. Caeros. Podéis asumir el riesgo. Si hasta yo lo he conseguido… Eso sí… —Se puso a caminar hacia el extremo izquierdo—. También podéis creerme cuando os digo que… 

Recolocó el recipiente tirado en una posición vertical. 

—Siempre habrá alguien para ayudaros a poneros de pie… aunque es posible que, para ello, tengáis que tragaros un poco ese amor propio que, admitámoslo, nos corroe por dentro. No hay que tener miedo a pedir ayuda. No tengáis miedo a vivir. 

Estiró la espalda y mostró la mujer segura que era. 

—Todos somos el mar, de un modo u otro. No vayáis donde no podáis ser libres. No os encerréis en una cárcel de la que no podáis salir.

sábado, 16 de junio de 2018

Para T. A.: El tatuaje bajo nuestras pieles

Para T. A.: El tatuaje bajo nuestras pieles



Las gigantescas puertas de mármol se abrieron y una anciana hizo su entrada. Desnuda de pies a cabeza, siguió las instrucciones dadas previamente al situarse en el centro de un mosaico cuyos colores llamativos, representaciones del sol, la vida y la fertilidad, contrastaban con el aura espectral de la sala. Allí, sentados en sus tronos de piedra gruesa, los grandes jueces, seres etéreos de la antigüedad, dirigieron sus miradas gélidas hacia la recién llegada. 

—Arrodíllese. 

El recuerdo de una existencia tanto en los huesos como en los músculos de la humana se hizo notar en los movimientos lentos de su anatomía. Había sido una luchadora, mas los años eran los años… y el camino recorrido largo y sinuoso. 

Rodilla derecha por fin contra el suelo y rostro agachado, aguardó unas nuevas órdenes que nunca llegarían. En vez de ello, un haz de luz, sutil y de tonalidad azulada proveniente de los bordes del mosaico sobre el cual esperaba su veredicto, aportaría a esta veterana de guerra la sensación de paz interior que toda creación, estuviese esta revestida de piel, escamas o plumas, ansia. Pronto la liberarían de su carga. Ya no había prisa. 

Uno de los jueces chasqueó los dedos. De la espalda de la arrodillada ante ellos brotaría entonces un nubarrón oscuro que, poco a poco, iría cobrando forma. Un pistilo se vislumbraría, seguido de unos pétalos liberados de su prisión que podrían al fin abrirse para mostrar la belleza de una peonia al mundo exterior. 

Los presentes se quedaron callados, atrapados por unos pensamientos que una mente simple jamás llegaría a entender. Aquella flor, dotada de dos hojas atadas a ella por un tallo dibujado con finos trazos de tinta negra, era un cálculo difícil de resolver. 

—Otra vez ella… 

Y otra vez la toma de decisiones que suponía. Un tatuaje precioso… sin dejar de ser un quebradero de cabeza a cada nueva aparición. 

—Veamos las imágenes. 

El cuerpo de la anciana, congelado tras haber sido extraída la mismísima esencia, la chispa que permitía el correcto funcionamiento de la maquinaria que era, comenzó a desvanecerse para dejar tras ella una fina capa de arena repartida por las diferentes teselas del escenario anteriormente a sus pies. Esta última sería levantada por un remolino invisible, capaz de envolver la solitaria flor y hacerla desaparecer nuevamente de la vista de aquellos entes de manera provisional con el fin de crear una pantalla sobre la cual quedaría expuesto a gran velocidad el recorrido de la antigua portadora de tan delicado fardo. 

Niñez, adolescencia, madurez… Errores y logros, victorias y tropiezos… Una vida plena… mas imperfecta. 

—Deberíamos engrosar la línea de los sépalos. La base es demasiado débil. 

—No creo que sea problema de la base —contradijo un segundo juez—. De ser el caso, habría muerto mucho antes de lo previsto. 

Un nuevo silencio se impuso. ¿Qué hacer? ¿Cómo proceder? Si bien la perfección era imposible de alcanzar, debía de haber un punto próximo a ella. Intentar alcanzarlo era su objetivo y daba igual cuantas tentativas necesitarían para lograrlo, cuantos tatuajes elaborar o humanos gastar para saborear la sensación del trabajo realizado con esmero… Darían con la fórmula correcta tarde o temprano. Fuese a través de un tigre, un mándala o una calavera, obtendrían la mejor obra de arte jamás creada. 

—¿Qué opináis de un cambio de matiz? —propuso un tercero, menos ofuscado que los demás—. La clave podría estar en el enfoque, no en la estructura. Quiero decir: reforzar el diseño tan solo implicaría una vida más longeva que arrastraría el defecto unas décadas más. No se corregiría. Hemos conseguido la franja de tiempo que buscábamos sin accidentes de por medio. Ahora nos toca refinar, perfilar mejor las sombras o trabajar más el pigmento. 

—Afectará los sentimientos del portador. 

—Así es —confirmaría el mismo ser al apuntar directamente a la pantalla de arena—. Mirad. Mirad sus ojos. La falta de brillo, de emoción en sus acciones. El automatismo de una vida rutinaria. 

—No podemos crear un tatuaje que no implique un mínimo rutina. Desequilibra al portador. Rechaza la creación. 

—De ahí el matiz. Intensifiquemos el pigmento. Dejemos que la tinta hable por sí sola. Ya estudiaremos los resultados cuando lleguen. 

El remolino cesó y la arena cayó. La flor resurgió. Era el momento de deliberar. 

—¿Votos a favor del pigmento? 

Seis a favor, tres en contra. La idea no obtendría la mayoría absoluta, pero sería aceptada. De un nuevo chasquido, el tatuaje desaparecería, así como la arena repartida por aquel mosaico que tantos había visto ya pasar. Ya nada quedaría de la antigua portadora. 

La decisión había sido tomada. Era hora de avanzar. 

—¡Siguiente! 





sábado, 28 de abril de 2018

Para Lilina: El árbol carmesí

Para Lilina: El árbol carmesí 




Flanqueó las llamas que ya empezaban a tragarse los techos de paja de las casitas adyacentes. El granero comunitario, o al menos parte de él, había desaparecido en un nubarrón de humo negro y espeso. No importaba. Tenía que encontrarla. 

Observó a lo lejos cómo los habitantes de ese supuesto pueblo pacífico hacían la cadena humana con cubos desde la fuente de la plaza para apagar los estragos del incendio. Se detuvo un segundo para escupir al suelo. Se lo tenían merecido. Sin embargo, no podía detenerse. Tenía que dar con ella. 

—¡Lilina! ¡Lilina! 

Los gritos parecían ser expulsados de sus pulmones para nada pues ninguna respuesta volvía a él como el eco de una canción en el valle de una montaña. Su pequeña… Le daba igual morir en el intento, pero tenía que dar con su pequeña. Por ella había luchado tanto. Por ella lo había sacrificado todo. 

—¡Malditos seáis todos! Malditos… ¡¡Lilina!! 

Ni el calor de las brasas ni el subidón de adrenalina pudieron impedir que las primeras lágrimas resbalasen por su cara ensuciada por la ceniza. Rabia… tristeza… Odiaba a esa gente, odiaba el sitio, la era donde había nacido y donde la había visto nacer... mas, por encima de todo, se odiaba a sí mismo. Pero… ¿Qué podría haber hecho? En tiempo de supersticiones y caza de brujas… 

—Perdóname. Perdóname, hija. 

Empezó a apartar tablones de madera, obstáculos bajo los cuales el cuerpo tan débil de su primogénita podría haberse quedado atrapado. Nada. Ni un solo rizo de aquella melena tan viva como los colores del atardecer… Ella, tan frágil… como cuando la sostuvo por primera vez en sus brazos aquella noche después del equinoccio de otoño… 

Volvió a maldecir a la peste de humanos que poblaba esta región. Amigos de toda una vida… Por culpa de aquel cabello tan hermoso, por culpa de aquellas pecas que recubrían su rostro tan delicado… ¡¿Cómo habían podido ser tan crueles con su familia cuando su familia era la que había ayudado a labrar estas tierras desde hacía generaciones?! Llamarla hechicera… hija del maligno… a una criatura que todavía no había ni abierto los ojos… ¡¿No les bastó con que se alejasen del pueblo donde tantas experiencias habían vivido?! ¡¿Acaso no fue suficiente cuando su querida esposa sucumbió a manos de una enfermedad que las plantas locales no podían curar?! ¡¿Qué más querían de él?! 

—¡¡Si es sangre lo que queréis, venid a por mí!! 

Aunque estos alaridos serían fútiles. Nadie vendría a por él. Ya no. No así. 

Al límite de sus fuerzas, envenenado por ese aire pútrido, empezaría a tambalearse, ojos empañados por la tragedia y la desesperación. ¿Qué estaba haciendo? ¿Hacia dónde estaba yendo? Había dejado a su benjamín atrás, a salvo… pero… ¿Dónde estaba la luz de sus días? ¿Su razón para seguir adelante? Solo había ascuas, destrucción. Ya había empezado a arder la pradera. Era el fin. 

Fue entonces cuando la vio. Allá, a lo lejos, donde la hierba aún no había sido carbonizada y las margaritas esperaban su trágico final en silencio. Su pelo, enmarañado, volaba con el viento que incrementaba la intensidad de aquellos torbellinos de fuego. Estaba bien… o eso quiso creer… hasta que lo percibió. Junto a los pies de la pequeña, casi inapreciable en la distancia, un aura de un ligero tono dorado había comenzado a crearse. No podía ser bueno. No en aquel preciso momento. 

—¡Lilina, no! ¡No lo hagas! 

Quemado, ahogado por los vapores desprendidos a su alrededor, corrió desesperado colina arriba a expensas de su propia supervivencia. Tenía que llegar a tiempo. Tenía que impedirlo. Ahora que la había encontrado… No lo permitiría. 

—¡Lilina, detente! ¡Cariño! 

—Papá… 

—¡Tesoro, no lo hagas! ¡No vale la pen…! 

No podría dar un paso más. Invisibles, un par de manos, suaves y diminutas como las de una muñeca, bloquearían su subida. No quería que se acercase. 

—¡Lilina, cariño, no vale la pena! ¡No lo hagas! ¡No por ellos! ¡No por esa… gente! —Intentó recobrar el aliento—. ¡Se lo tienen merecido! ¡Ellos vinieron con sus antorchas! ¡Ellos se merecen lo que les está ocurriendo! No lo hagas, mi vida. Volvamos a casa. Seguiremos adelante los tres… como siempre. 

Mas ella no se detendría. Las lágrimas volvieron a resbalar sin control por la cara del padre atormentado que recordó las piedras lanzadas a sus ventanas o el estiércol delante de la puerta de su hogar. Lo habría aguantado todo siempre y cuando no atacasen a los suyos. Aun así, nunca era bastante, más cuando la cosecha había sido casi inexistente y el pueblo empezaba a pasar hambre. Era más fácil acusar a la hechicera… condenar a la bruja… 

Frotó sus ojos humedecidos con los puños como muestra de orgullo. Al fin había llegado el día de su venganza, por más que no fuese él el causante de estos desgraciados acontecimientos. Ellos mismos, con su propia tontería, había incendiado sus casas por accidente. Se lo tenían merecido, se repetía. No obstante, la pequeña no opinaba igual. Cuando su hija vislumbró una oportunidad, huyó de casa y despareció entre los gemidos desesperados de las mujeres que veían desvanecerse lo que habían defendido con uñas y dientes. 

«¿Por qué? ¿Por esa gentuza?» 

La respuesta llegaría sin que las preguntas saliesen de sus labios. 

—Porque ya no te quiero ver llorar más en la oscuridad. 

El hombre se obligó a no verter ni una lágrima más mientras, con sus últimas energías, se empeñaría en avanzar independientemente del bloqueo invisible que existiese. Era su pequeña. La suya. La protegería hasta su último suspiro. Así tenía que ser… y no al revés. 

—Papá… Prométeme que cuidarás de hermanito como lo has hecho conmigo. 

—¡Lilina, no me hagas enfad…! 

—Prométemelo. 

—No voy… a… 

Era inútil. No podría. Por más que lo intentase, tan solo conseguiría acabar cayendo por su propio peso sobre unas rodillas ya heridas. Estaba cansado, harto de sufrir porque el destino lo hubiese decidido así… pero… por sus hijos… por aquellos rizos color atardecer… 

No podía.

«Tanta lucha… tanto sacrificio… en vano…» 

—No ha sido en vano. 

Alzó la cabeza con dificultad. Allí estaba, brillante como la mismísima reencarnación del sol. Le sonreía… como solo ella podía hacerlo. Su muñequita… su vida… Siempre lo había sabido. 

—Ahora me toca protegerte a ti. 

—Lilina, no… 

—Te quiero, papá. 

*** 


Se comenta que, la noche del gran incendio, un haz de luz apareció en la lejanía. Lentamente, progresivamente, empezó a atraer las llamas hacia él para liberar a la población del desastre que su misma gente había provocado. No obstante, cuando unos valientes fueron a investigar la fuente de su salvación, tan solo encontraron al leñador, que tanto habían despreciado, tumbado en el suelo, inconsciente. Nadie se atrevió a preguntar, incluso cuando empezaron a percatarse de la ausencia de la que, hasta la fecha, habían considerado la fuente de todas sus desgracias. Nadie se atrevió a romper el sello impuesto sobre lo que había sido un trágico error desde sus inicios. 

Fue a los pocos años, tras la recuperación progresiva del pueblo, cuando un árbol de colores llamativos apareció sobre aquella misteriosa colina. El rojo intenso de sus hojas era un recordatorio evidente de lo sucedido, en especial cuando los últimos rayos del ocaso bañaban las ramas de este gigante solitario en los días de otoño. Sin embargo, comenzó a correr el rumor de que, cuando el viejo leñador se acercaba a él y se ponía a relatar su rutina cobijado entre las raíces de este gran protector, se podía observar los colores del atardecer y un aura dorada recubriendo el follaje de tan increíble creación de la naturaleza. 

Un amor entre padre e hija que jamás se desvanecería.



jueves, 15 de marzo de 2018

Para Aladdin: El poder de los genios


Para Aladdin: El poder de los genios




Con un gesto de aprobación, el carcelero abrió la celda, no sin antes apuntar con los ojos al cielo. El capitán, ya de por sí poco entusiasmado por el día tan cargante que había tenido, suspiró ante la clara reacción de su subordinado. Lo que habría dado por tocar al fin la cama y dar esta jornada infernal por acabada…

Observó por unos instantes a la prisionera. Ojos vendados, grilletes en brazos, piernas y cuello, sin olvidar el gigantesco sello violáceo que sobrevolaba por encima de su cabeza para impedir cualquier tipo de escapada…

Volvió a suspirar.

—Déjanos solos.

Dicho y hecho, el carcelero, sin atreverse a decir una palabra, cerró la puerta para dejar a su superior encerrado con ella. Este último, tras poner una cara de pocos amigos, esperó unos segundos más para ponerse a hablar.

—¿Otra vez?

Una sonrisa pícara se asomó sobre los labios femeninos. Estos se abrieron para que una voz demasiado tranquila para el lugar donde se encontraban respondiera con cierta diversión.

—Un pequeño malentendido.

El capitán levantó las cejas.

—¿Malentendido?

Con un ligero movimiento de muñeca, hizo aparecer de la nada un informe que no tardaría en abrir. En él habían sido actualizadas las últimas fechorías de esta rebelde sin remedio.

—Convertiste a una mujer en… ¿la estatua de una fuente?

—Quería ser el centro de atención. Ya sabes. Lo de siempre.

El capitán agradeció que la fémina no pudiese verle en ese preciso momento. De llegar a hacerlo y si las miradas podían matar, él la habría, sin duda alguna, fulminado con una de ellas.

—¿Lo dices en serio?

—¡¿Cuál es el problema?! —preguntó ella animada, añadiendo más leña al fuego—. Es el «centro» de atención del «centro» de la plaza «central» de la ciudad. No podría ser más «céntrico». ¿Lo pillas?

Una risita tonta y corta se escapó del fondo de la sala donde poco podía hacer la prisionera aparte de recordar con entusiasmo sus anécdotas favoritas. La gracia del asunto, por otro lado, seguía siendo de un disfrute unilateral.

Para evitar darle más protagonismo a este desgraciado acontecimiento, el superior se limitó a pasar a la página siguiente del informe sin por ello tocar las hojas con los dedos.

—Han encontrado los restos de un humano hecho papilla contra unas rocas del monte Everest.

La risita, anteriormente aún disimulada, empezó a ser más pronunciada y a hacer eco contra las paredes de la celda.

—No sé de qué te ríes —afirmó el mayor con una seriedad absoluta—. No es divertido.

—¡Oh, por favor! —exclamó ella intentando calmarse—. El hombre quería que lo «catapultase» a la cima.

—¡Pero no literalmente! —gritó él antes de probar recuperar la compostura—. Genny… Has matado a un humano. Capítulo tres, párrafo uno del libro de reglas: ¡NO MATAR A HUMANOS! ¿Qué parte de esta regla no entiendes?

—¡Fue un accidente! Te aseguro que… bueno… Quiero decir…

Visto el silencio de repente demasiado presente entre ellos, ella se retractó.

—Vaaale. Admito que lo «malinterpreté». ¡Pero él fue quién activó el mecanismo! Oficialmente, «yo» no lo he matado. —Volvió a escapársele la risa tonta—. Los humanos son tan tontos… Y nada. Un humano más, uno menos… Qué más da. No es que nos afecte. Además, no saben lo que «especificar».

—Ya, pues tú me dirás cómo piensas salir de esta. —Levantó el informe más alto—. Con estos carg…

—Gracias a ti —contestó ella sin un atisbo de vergüenza.

El silencio se volvió a instaurar entre los dos allí presentes. Solo la respiración profunda del capitán parecía perturbarlo de vez en cuando al igual que el goteo de un grifo mal cerrado. La decisión o cómo plantear las siguientes frases se había convertido en un quebradero de cabeza para él… y odiaba esa sensación.

Tras un rato largo, decidió finalmente acercarse a ella. Se puso de rodillas ante el cuerpo retenido por ataduras y le quitó con suavidad la venda que tapaba parte del rostro de porcelana. Dos ojos de un azul intenso hicieron su aparición.

—Genny… —susurró ya más sereno para que el mensaje se transmitiese mejor—. No voy a poder cubrirte cada vez que hagas una trastada.

—¡Pero es que me aburro! —confirmó ella con sinceridad—. Siempre es todo igual. O piden fama, o dinero, o fama y dinero juntos o, una a la de mil, amor de una persona que no les corresponde. Y lo peor… la paaaaz mundiaaaalll…

—¡Es nuestro trabajo! —insistió él sin dejar de murmurar—. Los djinns fuimos creados para eso. De eso nos alimentamos. Complacer a los humanos. Hacer realidad sus sueños. Cumplir sus deseos.

—¡Pero el sistema está mal! —refutó ella al no querer darse por vencida—. Los humanos nunca están satisfechos. Siempre quieren más y más y más. ¿Y para qué? ¿Para los pocos años de vida que tienen? ¿Qué importa que nos divirtamos de vez en cuando a su coste? No son más que hormigas que…

—Porque es nuestro trabajo. Y las reglas existen para poder seguir con este «trabajo» sin que estos seres descubran nuestra presencia y se aprovechen de ello. No es tanto el hecho de que sea ético o no matarlos. Es porque, de hacerlo demasiado a menudo y de maneras extravagantes, como «catapultar» a alguien contra una montaña, sería demasiado peligroso para nosotros. Tienes que aprender a seguir las reglas.

—¡Pero es aburrido!

—Ya sé que es aburrido, cariño —añadió él quitando el sello que la mantenía cautiva, así como los grilletes—, pero es lo que hay. No te regaño porque quiera. Es porque, de seguir así, conseguirás que te aíslen de verdad y se acabarán nuestros momentos juntos.

Ella bajó la cabeza, lo que él aprovechó para acariciarle el cabello sin prisa.

—Lo siento.

Esta vez la sonrisa apareció en la cara del ente masculino.

—No sé yo si es una disculpa sincera.

La había pillado. Al estirar su cuerpo nuevamente libre, Genny tenía todo, menos la expresión de una criatura carcomida por el arrepentimiento. Extendió los brazos entumecidos y se elevó unos centímetros por encima del suelo.

—Embustera.

—Oh, eres consciente de que no lo hago con maldad.

—Y eso es lo que me asusta —confirmó el mayor al reincorporarse.

—¡Admite que a ti también te divierte!

—Admitirlo sería fomentar tus actividades delictivas.

Ella le lanzó una mueca de disgusto.

—¿Qué me dices de la vez del abono?

Él se quedó pensativo.

—¿La de que los excrementos están infravalorados y que los humanos son la base de su propia fortuna?

—¡¿Has visto?! ¡Es filosófico y todo!

—Salvo por el hecho de que le dieses a aquella persona un campo entero de abono…

—¡Que, bien distribuido, habría hecho de esa persona alguien increíblemente rico! —Era el turno de ella de ponerse severa—. Los humanos no saben aprovechar lo que tienen.

El capitán alzó los hombros con indiferencia. Al no ser la respuesta deseada, la djinn femenina probó con otro ejemplo.

—¡Oh! ¿Y qué hay de aquella chica que dijo… «Hoy pienso salir de marcha e incendiar la ciudad»? Admite que lo que hice fue bonito. ¡Admítelo!

Al recordar aquel evento del pasado, un haz de luz correspondiente a la felicidad pareció envolver al responsable de esta causadora de problemas.

—«Admito» que los fuegos artificiales mostraron tu capacidad creativa en el sentido más amplio de la palabra. —Sin embargo, corta sería la alegría previa a otra regañina—. ¡Lo que no admito fue el lío en el que nos metiste al tener que explicar por qué, de la noche a la mañana, lanzaron fuegos artificiales en plena capital sin programación prev…!

La punta de una nariz remontó su cuello con fugacidad antes de que pudiese acabar. ¡Qué alguien le justificase por qué seguía intentando dialogar con alguien tan salvaje! Al fin y al cabo, era el amante de aquel ser malévolo y travieso al que tantos escritos humanos ya habían hecho referencia.

—Me repito: No te saldrás con la tuya siempre. Vamos.

Llamó a la puerta para que el carcelero viniese a abrirles. Una vez fuera, prosiguieron donde lo habían dejado.

—Pero sí casi siempre. Aunque, ahora que estamos aquí, tengo una pregunta para ti.

El ser masculino se pinchó el puente nasal al percibir cómo le embestiría de pleno otra tanda de sandeces.

—Pregunta.

Ella, sin perder un minuto más, comenzó.

—Si, y digo solo si, alguien me pidiese que le diese la del pulpo a alguien…

—No puedes transformar a esa persona en un pulpo.

La djinn gruñó.

—¡Pero no lo mataría! Solo sería un cambio de…

—No.

—¿Seguro?

—Sí.

Silencio. Reiterado intento.

—¿Pero y si me viniese un hombre, agobiado, pidiendo que le presentase a una mujer que fuese pura dinamita para perder la virginidad? ¿No podría…?

—¡¡No!!

Otra mueca, otro silencio.

—Aguafiestas. —No obstante, para desgracia del capitán, eso no la detendría—. Espera, espera. Tengo una mejor. ¿Y si…?

—Genny.

—¿Qué?

—Sin sexo un mes.

Ella bufó remarcando el sarcasmo en el tono empleado.

—Eso no te lo crees ni tú.

—No me pongas a prueba.

La djinn dejó de volar para empezar a caminar junto al superior.

—¡Vamos! ¡Enróllate! ¡Tampoco iba a proponer algo «tan» descabellado!

Él se detuvo. Ella lo interpretó cómo que le estaba dando vía libre. Avanzó las manos para ilustrar su concepto.

—Imagínate que eres un pobre humano, polvoriento, asqueroso, decrépito, repelen…

El capitán aclaró la voz.

—Vale, vale. Ya paro. —Retomó el curso de sus ideas—. Imagínate que me viene ese humano y me pide que lo convierta en la gallinita de los huevos de oro. ¿Crees que sería posible que…?

—Genny.

—¡¿Qué?!

—Dos meses.