sábado, 28 de abril de 2018

Para Lilina: El árbol carmesí

Para Lilina: El árbol carmesí 




Flanqueó las llamas que ya empezaban a tragarse los techos de paja de las casitas adyacentes. El granero comunitario, o al menos parte de él, había desaparecido en un nubarrón de humo negro y espeso. No importaba. Tenía que encontrarla. 

Observó a lo lejos cómo los habitantes de ese supuesto pueblo pacífico hacían la cadena humana con cubos desde la fuente de la plaza para apagar los estragos del incendio. Se detuvo un segundo para escupir al suelo. Se lo tenían merecido. Sin embargo, no podía detenerse. Tenía que dar con ella. 

—¡Lilina! ¡Lilina! 

Los gritos parecían ser expulsados de sus pulmones para nada pues ninguna respuesta volvía a él como el eco de una canción en el valle de una montaña. Su pequeña… Le daba igual morir en el intento, pero tenía que dar con su pequeña. Por ella había luchado tanto. Por ella lo había sacrificado todo. 

—¡Malditos seáis todos! Malditos… ¡¡Lilina!! 

Ni el calor de las brasas ni el subidón de adrenalina pudieron impedir que las primeras lágrimas resbalasen por su cara ensuciada por la ceniza. Rabia… tristeza… Odiaba a esa gente, odiaba el sitio, la era donde había nacido y donde la había visto nacer... mas, por encima de todo, se odiaba a sí mismo. Pero… ¿Qué podría haber hecho? En tiempo de supersticiones y caza de brujas… 

—Perdóname. Perdóname, hija. 

Empezó a apartar tablones de madera, obstáculos bajo los cuales el cuerpo tan débil de su primogénita podría haberse quedado atrapado. Nada. Ni un solo rizo de aquella melena tan viva como los colores del atardecer… Ella, tan frágil… como cuando la sostuvo por primera vez en sus brazos aquella noche después del equinoccio de otoño… 

Volvió a maldecir a la peste de humanos que poblaba esta región. Amigos de toda una vida… Por culpa de aquel cabello tan hermoso, por culpa de aquellas pecas que recubrían su rostro tan delicado… ¡¿Cómo habían podido ser tan crueles con su familia cuando su familia era la que había ayudado a labrar estas tierras desde hacía generaciones?! Llamarla hechicera… hija del maligno… a una criatura que todavía no había ni abierto los ojos… ¡¿No les bastó con que se alejasen del pueblo donde tantas experiencias habían vivido?! ¡¿Acaso no fue suficiente cuando su querida esposa sucumbió a manos de una enfermedad que las plantas locales no podían curar?! ¡¿Qué más querían de él?! 

—¡¡Si es sangre lo que queréis, venid a por mí!! 

Aunque estos alaridos serían fútiles. Nadie vendría a por él. Ya no. No así. 

Al límite de sus fuerzas, envenenado por ese aire pútrido, empezaría a tambalearse, ojos empañados por la tragedia y la desesperación. ¿Qué estaba haciendo? ¿Hacia dónde estaba yendo? Había dejado a su benjamín atrás, a salvo… pero… ¿Dónde estaba la luz de sus días? ¿Su razón para seguir adelante? Solo había ascuas, destrucción. Ya había empezado a arder la pradera. Era el fin. 

Fue entonces cuando la vio. Allá, a lo lejos, donde la hierba aún no había sido carbonizada y las margaritas esperaban su trágico final en silencio. Su pelo, enmarañado, volaba con el viento que incrementaba la intensidad de aquellos torbellinos de fuego. Estaba bien… o eso quiso creer… hasta que lo percibió. Junto a los pies de la pequeña, casi inapreciable en la distancia, un aura de un ligero tono dorado había comenzado a crearse. No podía ser bueno. No en aquel preciso momento. 

—¡Lilina, no! ¡No lo hagas! 

Quemado, ahogado por los vapores desprendidos a su alrededor, corrió desesperado colina arriba a expensas de su propia supervivencia. Tenía que llegar a tiempo. Tenía que impedirlo. Ahora que la había encontrado… No lo permitiría. 

—¡Lilina, detente! ¡Cariño! 

—Papá… 

—¡Tesoro, no lo hagas! ¡No vale la pen…! 

No podría dar un paso más. Invisibles, un par de manos, suaves y diminutas como las de una muñeca, bloquearían su subida. No quería que se acercase. 

—¡Lilina, cariño, no vale la pena! ¡No lo hagas! ¡No por ellos! ¡No por esa… gente! —Intentó recobrar el aliento—. ¡Se lo tienen merecido! ¡Ellos vinieron con sus antorchas! ¡Ellos se merecen lo que les está ocurriendo! No lo hagas, mi vida. Volvamos a casa. Seguiremos adelante los tres… como siempre. 

Mas ella no se detendría. Las lágrimas volvieron a resbalar sin control por la cara del padre atormentado que recordó las piedras lanzadas a sus ventanas o el estiércol delante de la puerta de su hogar. Lo habría aguantado todo siempre y cuando no atacasen a los suyos. Aun así, nunca era bastante, más cuando la cosecha había sido casi inexistente y el pueblo empezaba a pasar hambre. Era más fácil acusar a la hechicera… condenar a la bruja… 

Frotó sus ojos humedecidos con los puños como muestra de orgullo. Al fin había llegado el día de su venganza, por más que no fuese él el causante de estos desgraciados acontecimientos. Ellos mismos, con su propia tontería, había incendiado sus casas por accidente. Se lo tenían merecido, se repetía. No obstante, la pequeña no opinaba igual. Cuando su hija vislumbró una oportunidad, huyó de casa y despareció entre los gemidos desesperados de las mujeres que veían desvanecerse lo que habían defendido con uñas y dientes. 

«¿Por qué? ¿Por esa gentuza?» 

La respuesta llegaría sin que las preguntas saliesen de sus labios. 

—Porque ya no te quiero ver llorar más en la oscuridad. 

El hombre se obligó a no verter ni una lágrima más mientras, con sus últimas energías, se empeñaría en avanzar independientemente del bloqueo invisible que existiese. Era su pequeña. La suya. La protegería hasta su último suspiro. Así tenía que ser… y no al revés. 

—Papá… Prométeme que cuidarás de hermanito como lo has hecho conmigo. 

—¡Lilina, no me hagas enfad…! 

—Prométemelo. 

—No voy… a… 

Era inútil. No podría. Por más que lo intentase, tan solo conseguiría acabar cayendo por su propio peso sobre unas rodillas ya heridas. Estaba cansado, harto de sufrir porque el destino lo hubiese decidido así… pero… por sus hijos… por aquellos rizos color atardecer… 

No podía.

«Tanta lucha… tanto sacrificio… en vano…» 

—No ha sido en vano. 

Alzó la cabeza con dificultad. Allí estaba, brillante como la mismísima reencarnación del sol. Le sonreía… como solo ella podía hacerlo. Su muñequita… su vida… Siempre lo había sabido. 

—Ahora me toca protegerte a ti. 

—Lilina, no… 

—Te quiero, papá. 

*** 


Se comenta que, la noche del gran incendio, un haz de luz apareció en la lejanía. Lentamente, progresivamente, empezó a atraer las llamas hacia él para liberar a la población del desastre que su misma gente había provocado. No obstante, cuando unos valientes fueron a investigar la fuente de su salvación, tan solo encontraron al leñador, que tanto habían despreciado, tumbado en el suelo, inconsciente. Nadie se atrevió a preguntar, incluso cuando empezaron a percatarse de la ausencia de la que, hasta la fecha, habían considerado la fuente de todas sus desgracias. Nadie se atrevió a romper el sello impuesto sobre lo que había sido un trágico error desde sus inicios. 

Fue a los pocos años, tras la recuperación progresiva del pueblo, cuando un árbol de colores llamativos apareció sobre aquella misteriosa colina. El rojo intenso de sus hojas era un recordatorio evidente de lo sucedido, en especial cuando los últimos rayos del ocaso bañaban las ramas de este gigante solitario en los días de otoño. Sin embargo, comenzó a correr el rumor de que, cuando el viejo leñador se acercaba a él y se ponía a relatar su rutina cobijado entre las raíces de este gran protector, se podía observar los colores del atardecer y un aura dorada recubriendo el follaje de tan increíble creación de la naturaleza. 

Un amor entre padre e hija que jamás se desvanecería.



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