Para Aladdin: El poder de los genios
Con un gesto de aprobación, el carcelero abrió la
celda, no sin antes apuntar con los ojos al cielo. El capitán, ya de por sí
poco entusiasmado por el día tan cargante que había tenido, suspiró ante la
clara reacción de su subordinado. Lo que habría dado por tocar al fin la cama y
dar esta jornada infernal por acabada…
Observó por unos instantes a la prisionera. Ojos
vendados, grilletes en brazos, piernas y cuello, sin olvidar el gigantesco
sello violáceo que sobrevolaba por encima de su cabeza para impedir cualquier
tipo de escapada…
Volvió a suspirar.
—Déjanos solos.
Dicho y hecho, el carcelero, sin atreverse a decir
una palabra, cerró la puerta para dejar a su superior encerrado con ella. Este
último, tras poner una cara de pocos amigos, esperó unos segundos más para
ponerse a hablar.
—¿Otra vez?
Una sonrisa pícara se asomó sobre los labios
femeninos. Estos se abrieron para que una voz demasiado tranquila para el lugar
donde se encontraban respondiera con cierta diversión.
—Un pequeño malentendido.
El capitán levantó las cejas.
—¿Malentendido?
Con un ligero movimiento de muñeca, hizo aparecer de
la nada un informe que no tardaría en abrir. En él habían sido actualizadas las
últimas fechorías de esta rebelde sin remedio.
—Convertiste a una mujer en… ¿la estatua de una
fuente?
—Quería ser el centro de atención. Ya sabes. Lo de
siempre.
El capitán agradeció que la fémina no pudiese verle
en ese preciso momento. De llegar a hacerlo y si las miradas podían matar, él
la habría, sin duda alguna, fulminado con una de ellas.
—¿Lo dices en serio?
—¡¿Cuál es el problema?! —preguntó ella animada, añadiendo
más leña al fuego—. Es el «centro» de atención del «centro» de la plaza
«central» de la ciudad. No podría ser más «céntrico». ¿Lo pillas?
Una risita tonta y corta se escapó del fondo de la
sala donde poco podía hacer la prisionera aparte de recordar con entusiasmo sus
anécdotas favoritas. La gracia del asunto, por otro lado, seguía siendo de un disfrute unilateral.
Para evitar darle más protagonismo a este
desgraciado acontecimiento, el superior se limitó a pasar a la página siguiente
del informe sin por ello tocar las hojas con los dedos.
—Han encontrado los restos de un humano hecho
papilla contra unas rocas del monte Everest.
La risita, anteriormente aún disimulada, empezó a
ser más pronunciada y a hacer eco contra las paredes de la celda.
—No sé de qué te ríes —afirmó el mayor con una
seriedad absoluta—. No es divertido.
—¡Oh, por favor! —exclamó ella intentando calmarse—.
El hombre quería que lo «catapultase» a la cima.
—¡Pero no literalmente! —gritó él antes de probar
recuperar la compostura—. Genny… Has matado a un humano. Capítulo tres, párrafo
uno del libro de reglas: ¡NO MATAR A HUMANOS! ¿Qué parte de esta regla no
entiendes?
—¡Fue un accidente! Te aseguro que… bueno… Quiero
decir…
Visto el silencio de repente demasiado presente
entre ellos, ella se retractó.
—Vaaale. Admito que lo «malinterpreté». ¡Pero él fue
quién activó el mecanismo! Oficialmente, «yo» no lo he matado. —Volvió a
escapársele la risa tonta—. Los humanos son tan tontos… Y nada. Un humano más,
uno menos… Qué más da. No es que nos afecte. Además, no saben lo que
«especificar».
—Ya, pues tú me dirás cómo piensas salir de esta.
—Levantó el informe más alto—. Con estos carg…
—Gracias a ti —contestó ella sin un atisbo de vergüenza.
El silencio se volvió a instaurar entre los dos allí
presentes. Solo la respiración profunda del capitán parecía perturbarlo de vez
en cuando al igual que el goteo de un grifo mal cerrado. La decisión o cómo
plantear las siguientes frases se había convertido en un quebradero de cabeza
para él… y odiaba esa sensación.
Tras un rato largo, decidió finalmente acercarse a
ella. Se puso de rodillas ante el cuerpo retenido por ataduras y le quitó con suavidad la venda que tapaba parte del rostro de porcelana. Dos ojos de un
azul intenso hicieron su aparición.
—Genny… —susurró ya más sereno para que el mensaje
se transmitiese mejor—. No voy a poder cubrirte cada vez que hagas una
trastada.
—¡Pero es que me aburro! —confirmó ella con
sinceridad—. Siempre es todo igual. O piden fama, o dinero, o fama y dinero
juntos o, una a la de mil, amor de una persona que no les corresponde. Y lo
peor… la paaaaz mundiaaaalll…
—¡Es nuestro trabajo! —insistió él sin dejar de
murmurar—. Los djinns fuimos creados para eso. De eso nos alimentamos.
Complacer a los humanos. Hacer realidad sus sueños. Cumplir sus deseos.
—¡Pero el sistema está mal! —refutó ella al no
querer darse por vencida—. Los humanos nunca están satisfechos. Siempre quieren
más y más y más. ¿Y para qué? ¿Para los pocos años de vida que tienen? ¿Qué
importa que nos divirtamos de vez en cuando a su coste? No son más que hormigas
que…
—Porque es nuestro trabajo. Y las reglas existen
para poder seguir con este «trabajo» sin que estos seres descubran nuestra
presencia y se aprovechen de ello. No es tanto el hecho de que sea ético o no
matarlos. Es porque, de hacerlo demasiado a menudo y de maneras extravagantes, como «catapultar» a alguien contra una montaña, sería demasiado peligroso para
nosotros. Tienes que aprender a seguir las reglas.
—¡Pero es aburrido!
—Ya sé que es aburrido, cariño —añadió él quitando
el sello que la mantenía cautiva, así como los grilletes—, pero es lo que hay.
No te regaño porque quiera. Es porque, de seguir así, conseguirás que te aíslen
de verdad y se acabarán nuestros momentos juntos.
Ella bajó la cabeza, lo que él aprovechó para
acariciarle el cabello sin prisa.
—Lo siento.
Esta vez la sonrisa apareció en la cara del ente
masculino.
—No sé yo si es una disculpa sincera.
La había pillado. Al estirar su cuerpo nuevamente
libre, Genny tenía todo, menos la expresión de una criatura carcomida por el
arrepentimiento. Extendió los brazos entumecidos y se elevó unos centímetros
por encima del suelo.
—Embustera.
—Oh, eres consciente de que no lo hago con maldad.
—Y eso es lo que me asusta —confirmó el mayor al
reincorporarse.
—¡Admite que a ti también te divierte!
—Admitirlo sería fomentar tus actividades delictivas.
Ella le lanzó una mueca de disgusto.
—¿Qué me dices de la vez del abono?
Él se quedó pensativo.
—¿La de que los excrementos están infravalorados y
que los humanos son la base de su propia fortuna?
—¡¿Has visto?! ¡Es filosófico y todo!
—Salvo por el hecho de que le dieses a aquella
persona un campo entero de abono…
—¡Que, bien distribuido, habría hecho de esa persona
alguien increíblemente rico! —Era el turno de ella de ponerse severa—. Los
humanos no saben aprovechar lo que tienen.
El capitán alzó los hombros con indiferencia. Al no
ser la respuesta deseada, la djinn femenina probó con otro ejemplo.
—¡Oh! ¿Y qué hay de aquella chica que dijo… «Hoy
pienso salir de marcha e incendiar la ciudad»? Admite que lo que hice fue
bonito. ¡Admítelo!
Al recordar aquel evento del pasado, un haz de luz
correspondiente a la felicidad pareció envolver al responsable de esta
causadora de problemas.
—«Admito» que los fuegos artificiales mostraron tu
capacidad creativa en el sentido más amplio de la palabra. —Sin embargo, corta
sería la alegría previa a otra regañina—. ¡Lo que no admito fue el lío en el
que nos metiste al tener que explicar por qué, de la noche a la mañana, lanzaron
fuegos artificiales en plena capital sin programación prev…!
La punta de una nariz remontó su cuello con
fugacidad antes de que pudiese acabar. ¡Qué alguien le justificase por qué
seguía intentando dialogar con alguien tan salvaje! Al fin y al cabo, era el
amante de aquel ser malévolo y travieso al que tantos escritos humanos ya
habían hecho referencia.
—Me repito: No te saldrás con la tuya siempre.
Vamos.
Llamó a la puerta para que el carcelero viniese a
abrirles. Una vez fuera, prosiguieron donde lo habían dejado.
—Pero sí casi siempre. Aunque, ahora que estamos
aquí, tengo una pregunta para ti.
El ser masculino se pinchó el puente nasal al
percibir cómo le embestiría de pleno otra tanda de sandeces.
—Pregunta.
Ella, sin perder un minuto más, comenzó.
—Si, y digo solo si, alguien me pidiese que le diese
la del pulpo a alguien…
—No puedes transformar a esa persona en un pulpo.
La djinn gruñó.
—¡Pero no lo mataría! Solo sería un cambio de…
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
Silencio. Reiterado intento.
—¿Pero y si me viniese un hombre, agobiado, pidiendo
que le presentase a una mujer que fuese pura dinamita para perder la
virginidad? ¿No podría…?
—¡¡No!!
Otra mueca, otro silencio.
—Aguafiestas. —No obstante, para desgracia del
capitán, eso no la detendría—. Espera, espera. Tengo una mejor. ¿Y si…?
—Genny.
—¿Qué?
—Sin sexo un mes.
Ella bufó remarcando el sarcasmo en el tono
empleado.
—Eso no te lo crees ni tú.
—No me pongas a prueba.
La djinn dejó de volar para empezar a caminar junto
al superior.
—¡Vamos! ¡Enróllate! ¡Tampoco iba a proponer algo
«tan» descabellado!
Él se detuvo. Ella lo interpretó cómo que le estaba
dando vía libre. Avanzó las manos para ilustrar su concepto.
—Imagínate que eres un pobre humano, polvoriento,
asqueroso, decrépito, repelen…
El capitán aclaró la voz.
—Vale, vale. Ya paro. —Retomó el curso de sus
ideas—. Imagínate que me viene ese humano y me pide que lo convierta en la
gallinita de los huevos de oro. ¿Crees que sería posible que…?
—Genny.
—¡¿Qué?!
—Dos meses.