jueves, 15 de marzo de 2018

Para Aladdin: El poder de los genios


Para Aladdin: El poder de los genios




Con un gesto de aprobación, el carcelero abrió la celda, no sin antes apuntar con los ojos al cielo. El capitán, ya de por sí poco entusiasmado por el día tan cargante que había tenido, suspiró ante la clara reacción de su subordinado. Lo que habría dado por tocar al fin la cama y dar esta jornada infernal por acabada…

Observó por unos instantes a la prisionera. Ojos vendados, grilletes en brazos, piernas y cuello, sin olvidar el gigantesco sello violáceo que sobrevolaba por encima de su cabeza para impedir cualquier tipo de escapada…

Volvió a suspirar.

—Déjanos solos.

Dicho y hecho, el carcelero, sin atreverse a decir una palabra, cerró la puerta para dejar a su superior encerrado con ella. Este último, tras poner una cara de pocos amigos, esperó unos segundos más para ponerse a hablar.

—¿Otra vez?

Una sonrisa pícara se asomó sobre los labios femeninos. Estos se abrieron para que una voz demasiado tranquila para el lugar donde se encontraban respondiera con cierta diversión.

—Un pequeño malentendido.

El capitán levantó las cejas.

—¿Malentendido?

Con un ligero movimiento de muñeca, hizo aparecer de la nada un informe que no tardaría en abrir. En él habían sido actualizadas las últimas fechorías de esta rebelde sin remedio.

—Convertiste a una mujer en… ¿la estatua de una fuente?

—Quería ser el centro de atención. Ya sabes. Lo de siempre.

El capitán agradeció que la fémina no pudiese verle en ese preciso momento. De llegar a hacerlo y si las miradas podían matar, él la habría, sin duda alguna, fulminado con una de ellas.

—¿Lo dices en serio?

—¡¿Cuál es el problema?! —preguntó ella animada, añadiendo más leña al fuego—. Es el «centro» de atención del «centro» de la plaza «central» de la ciudad. No podría ser más «céntrico». ¿Lo pillas?

Una risita tonta y corta se escapó del fondo de la sala donde poco podía hacer la prisionera aparte de recordar con entusiasmo sus anécdotas favoritas. La gracia del asunto, por otro lado, seguía siendo de un disfrute unilateral.

Para evitar darle más protagonismo a este desgraciado acontecimiento, el superior se limitó a pasar a la página siguiente del informe sin por ello tocar las hojas con los dedos.

—Han encontrado los restos de un humano hecho papilla contra unas rocas del monte Everest.

La risita, anteriormente aún disimulada, empezó a ser más pronunciada y a hacer eco contra las paredes de la celda.

—No sé de qué te ríes —afirmó el mayor con una seriedad absoluta—. No es divertido.

—¡Oh, por favor! —exclamó ella intentando calmarse—. El hombre quería que lo «catapultase» a la cima.

—¡Pero no literalmente! —gritó él antes de probar recuperar la compostura—. Genny… Has matado a un humano. Capítulo tres, párrafo uno del libro de reglas: ¡NO MATAR A HUMANOS! ¿Qué parte de esta regla no entiendes?

—¡Fue un accidente! Te aseguro que… bueno… Quiero decir…

Visto el silencio de repente demasiado presente entre ellos, ella se retractó.

—Vaaale. Admito que lo «malinterpreté». ¡Pero él fue quién activó el mecanismo! Oficialmente, «yo» no lo he matado. —Volvió a escapársele la risa tonta—. Los humanos son tan tontos… Y nada. Un humano más, uno menos… Qué más da. No es que nos afecte. Además, no saben lo que «especificar».

—Ya, pues tú me dirás cómo piensas salir de esta. —Levantó el informe más alto—. Con estos carg…

—Gracias a ti —contestó ella sin un atisbo de vergüenza.

El silencio se volvió a instaurar entre los dos allí presentes. Solo la respiración profunda del capitán parecía perturbarlo de vez en cuando al igual que el goteo de un grifo mal cerrado. La decisión o cómo plantear las siguientes frases se había convertido en un quebradero de cabeza para él… y odiaba esa sensación.

Tras un rato largo, decidió finalmente acercarse a ella. Se puso de rodillas ante el cuerpo retenido por ataduras y le quitó con suavidad la venda que tapaba parte del rostro de porcelana. Dos ojos de un azul intenso hicieron su aparición.

—Genny… —susurró ya más sereno para que el mensaje se transmitiese mejor—. No voy a poder cubrirte cada vez que hagas una trastada.

—¡Pero es que me aburro! —confirmó ella con sinceridad—. Siempre es todo igual. O piden fama, o dinero, o fama y dinero juntos o, una a la de mil, amor de una persona que no les corresponde. Y lo peor… la paaaaz mundiaaaalll…

—¡Es nuestro trabajo! —insistió él sin dejar de murmurar—. Los djinns fuimos creados para eso. De eso nos alimentamos. Complacer a los humanos. Hacer realidad sus sueños. Cumplir sus deseos.

—¡Pero el sistema está mal! —refutó ella al no querer darse por vencida—. Los humanos nunca están satisfechos. Siempre quieren más y más y más. ¿Y para qué? ¿Para los pocos años de vida que tienen? ¿Qué importa que nos divirtamos de vez en cuando a su coste? No son más que hormigas que…

—Porque es nuestro trabajo. Y las reglas existen para poder seguir con este «trabajo» sin que estos seres descubran nuestra presencia y se aprovechen de ello. No es tanto el hecho de que sea ético o no matarlos. Es porque, de hacerlo demasiado a menudo y de maneras extravagantes, como «catapultar» a alguien contra una montaña, sería demasiado peligroso para nosotros. Tienes que aprender a seguir las reglas.

—¡Pero es aburrido!

—Ya sé que es aburrido, cariño —añadió él quitando el sello que la mantenía cautiva, así como los grilletes—, pero es lo que hay. No te regaño porque quiera. Es porque, de seguir así, conseguirás que te aíslen de verdad y se acabarán nuestros momentos juntos.

Ella bajó la cabeza, lo que él aprovechó para acariciarle el cabello sin prisa.

—Lo siento.

Esta vez la sonrisa apareció en la cara del ente masculino.

—No sé yo si es una disculpa sincera.

La había pillado. Al estirar su cuerpo nuevamente libre, Genny tenía todo, menos la expresión de una criatura carcomida por el arrepentimiento. Extendió los brazos entumecidos y se elevó unos centímetros por encima del suelo.

—Embustera.

—Oh, eres consciente de que no lo hago con maldad.

—Y eso es lo que me asusta —confirmó el mayor al reincorporarse.

—¡Admite que a ti también te divierte!

—Admitirlo sería fomentar tus actividades delictivas.

Ella le lanzó una mueca de disgusto.

—¿Qué me dices de la vez del abono?

Él se quedó pensativo.

—¿La de que los excrementos están infravalorados y que los humanos son la base de su propia fortuna?

—¡¿Has visto?! ¡Es filosófico y todo!

—Salvo por el hecho de que le dieses a aquella persona un campo entero de abono…

—¡Que, bien distribuido, habría hecho de esa persona alguien increíblemente rico! —Era el turno de ella de ponerse severa—. Los humanos no saben aprovechar lo que tienen.

El capitán alzó los hombros con indiferencia. Al no ser la respuesta deseada, la djinn femenina probó con otro ejemplo.

—¡Oh! ¿Y qué hay de aquella chica que dijo… «Hoy pienso salir de marcha e incendiar la ciudad»? Admite que lo que hice fue bonito. ¡Admítelo!

Al recordar aquel evento del pasado, un haz de luz correspondiente a la felicidad pareció envolver al responsable de esta causadora de problemas.

—«Admito» que los fuegos artificiales mostraron tu capacidad creativa en el sentido más amplio de la palabra. —Sin embargo, corta sería la alegría previa a otra regañina—. ¡Lo que no admito fue el lío en el que nos metiste al tener que explicar por qué, de la noche a la mañana, lanzaron fuegos artificiales en plena capital sin programación prev…!

La punta de una nariz remontó su cuello con fugacidad antes de que pudiese acabar. ¡Qué alguien le justificase por qué seguía intentando dialogar con alguien tan salvaje! Al fin y al cabo, era el amante de aquel ser malévolo y travieso al que tantos escritos humanos ya habían hecho referencia.

—Me repito: No te saldrás con la tuya siempre. Vamos.

Llamó a la puerta para que el carcelero viniese a abrirles. Una vez fuera, prosiguieron donde lo habían dejado.

—Pero sí casi siempre. Aunque, ahora que estamos aquí, tengo una pregunta para ti.

El ser masculino se pinchó el puente nasal al percibir cómo le embestiría de pleno otra tanda de sandeces.

—Pregunta.

Ella, sin perder un minuto más, comenzó.

—Si, y digo solo si, alguien me pidiese que le diese la del pulpo a alguien…

—No puedes transformar a esa persona en un pulpo.

La djinn gruñó.

—¡Pero no lo mataría! Solo sería un cambio de…

—No.

—¿Seguro?

—Sí.

Silencio. Reiterado intento.

—¿Pero y si me viniese un hombre, agobiado, pidiendo que le presentase a una mujer que fuese pura dinamita para perder la virginidad? ¿No podría…?

—¡¡No!!

Otra mueca, otro silencio.

—Aguafiestas. —No obstante, para desgracia del capitán, eso no la detendría—. Espera, espera. Tengo una mejor. ¿Y si…?

—Genny.

—¿Qué?

—Sin sexo un mes.

Ella bufó remarcando el sarcasmo en el tono empleado.

—Eso no te lo crees ni tú.

—No me pongas a prueba.

La djinn dejó de volar para empezar a caminar junto al superior.

—¡Vamos! ¡Enróllate! ¡Tampoco iba a proponer algo «tan» descabellado!

Él se detuvo. Ella lo interpretó cómo que le estaba dando vía libre. Avanzó las manos para ilustrar su concepto.

—Imagínate que eres un pobre humano, polvoriento, asqueroso, decrépito, repelen…

El capitán aclaró la voz.

—Vale, vale. Ya paro. —Retomó el curso de sus ideas—. Imagínate que me viene ese humano y me pide que lo convierta en la gallinita de los huevos de oro. ¿Crees que sería posible que…?

—Genny.

—¡¿Qué?!

—Dos meses.

lunes, 12 de marzo de 2018

Para Agus: Muere un poeta

Para Agus: Muere un poeta


(Historia más tradicional y corta. Espero que sea de tu agrado.)



Aquel primer baile…

Veré sin mirar. Oiré sin escuchar. Avanzaré sin… en fin…

La música resuena en mis oídos. No es la misma que la de aquel entonces. Se parece más bien a un… vals…

Uno, dos, tres… Uno, dos, tres…

Rozo uno de los cuadros con mis dedos. En él vislumbro un campo de trigo en otoño. Me recuerda los últimos días soleados antes de los vientos gélidos del invierno. Es simple… básico… como se supone que debería ser. Pero… ¿Acaso lo fue? No estoy seguro.

Un poco más lejos observo la luna llena, solitaria sobre unas montañas tragadas por la noche. Allí te acaricié… Allí te besé…

Siento frío, mas no debo detenerme. Aquí no… no entre todas estas fotografías enmarcadas, imágenes de tiempos que ya se han convertido en polvo por más que sigan ardiendo en mi corazón. El pasillo es largo. No debo estancarme. No mientras siga brillando la vela donde camine.

Intento evitar los fantasmas del pasado que, con sus rostros sonriendo, me retienen más de lo debido. Ojalá pudiese volver atrás en el tiempo… pero no puedo. Les devuelvo la sonrisa. Es lo mínimo que puedo hacer. Al fin y al cabo… ellos lo fueron todo para mí. 

No debo llorar. Ya casi he llegado.

Desde el umbral de mi habitación me vigila. No está preocupada. Sabe que no voy a escapar de ella. ¿Cómo podría acaso hacerlo? Yo… que tanto he escrito sobre sus hazañas y misterios... En vez de ello, me tiende una mano. Qué bella es… y… en cambio… la he estado rehuyendo… hasta ahora.

—Lamento la espera.

Sus ojos dibujan las líneas de mis arrugas, lo que no le impide responderme con ternura.

—No lamentes nada. Has sido puntual.

Se aleja lentamente de mí para señalarme la cama. Preparada, como siempre, ya ha apartado las sábanas y las mantas. Ojalá no pesasen tanto mis huesos… Quién sabe… de habernos encontrado hace unos años, tal vez, esta escena hubiese sido diferente… pero ya no puedo. Las fuerzas me están fallando.

Me ayuda a recubrirme. Quiere que disfrute de los últimos atisbos de calor antes del gran viaje. Tengo miedo. Se me escapan las palabras.

—¿Me va a doler?

Inclina la cabeza hacia un lado y niega con dulzura, en silencio. No puedo resistirlo… Tengo que tocar su cabello… Tiemblo. Murmuro. Ella se acerca. Parece tan joven… y yo tan viejo…

Respiro hondo. Aparto la lágrima de mi rostro.

—Estoy listo.

Hoy la muerte ha venido a verme. Me ha enseñado aquel primer baile, aunque, para qué insistir, no he podido acordarme de con qué notas me tropecé. Me ha hecho recordar una vida llena de emociones y pasiones… una vida con la que, de ahora en adelante, soñaré.